La vida religiosa contemplativa es una vocación especifica dentro de la Iglesia, al servicio del pueblo de Dios, “ en el que no todos los miembros desempeñan la misma misión” (cf. Rom 12, 4).

La contemplación se trata siempre de una experiencia vivencial, no de una definición teórica. Uno de los más grandes místicos cristianos San Juan de la Cruz, dice. “La contemplación no es otra cosa, que infusión secreta, pacifica, amorosa de Dios, que, si le dan lugar inflama al alma en espíritu de amor” (San Juan de la Cruz 1 N 10,6).

La clausura no se debe entender como una estructura rígida que separa materialmente a las Hermanitas del mundo. Lo importante de esta es que fomente el ambiente de desierto que debe reinar en toda comunidad contemplativa. Es la soledad, el silencio, es la capacidad de renunciar a lo “mundano” que todos llevamos dentro, es el propiciar el vivir “a solas con Dios solo”, como pedía Sta. Teresa a sus hijas. «Vuestras casas han de ser, por encima de todo, centros de oración, de recogimiento, de diálogo personal y sobre todo comunitario con Aquel que es y debe seguir siendo el primer y principal interlocutor en la trabajosa sucesión de vuestras jornadas” (S. J. P. II, Discurso del 24.11.1978). La Hermanita que ha sido llamada a la vida contemplativa implícitamente ha sentido la llamada al desierto y opta por la clausura como expresión y medio del seguimiento de Cristo, para combatir espiritualmente por la gloria del Señor a favor de la Iglesia.

La vida de clausura comporta una separación de lo exterior conforme a las orientaciones de la congregación para conseguir el desprendimiento interior y una vida de silencio y soledad para el encuentro con el esposo. Es una ayuda para llegar a la libertad de espíritu y a una gozosa configuración con Cristo. “Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra.  Porque habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios.  Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria”. (Colosenses 3.1-4).  

 

EL SILENCIO: Esto medio facilita el encuentro con Dios en la oración. Los discípulos sentados a los pies del Señor escuchan su palabra, (cf. Lc. 10, 39) y en silencio gustan y buscan las cosas de arriba donde está su vida escondida con Cristo en Dios (cf. Col 3, 1-4). Es la relación externa que permite a la Hermanita mantener en actitud orante. El silencio exterior, sin el silencio del alma, no tiene ningún valor. Dice San Bernardo: “El alejamiento de las cosas del mundo, arrastra al alma a no ocuparse sino de las cosas del Cielo”. (cf. D. H.A, p. 267). Se dice también que en el Sinaí, Dios habla a Moisés y a los israelitas. Truenos, relámpagos y un sonido de trompeta cada vez más fuerte precedía y acompañaba la Palabra de Dios (Éxodo 19). Siglos más tarde, el profeta Elías regresa a la misma montaña de Dios. Allí vuelve a vivir la experiencia de sus ancestros: huracán, terremoto y fuego, y se encuentra listo para escuchar a Dios en el trueno. Pero el Señor no se encuentra en los fenómenos tradicionales de su poder. Cuando cesa el ruido, Elías oye «un susurro silencioso», y es entonces cuando Dios le habla. (1 Reyes 19).

LA SOLEDAD: tiene como finalidad propiciar un ambiente de recogimiento para la oración. Es un tiempo salvífico, de gracia. Como María escuchaba al Señor: “Mientras iba de camino con sus discípulos, Jesús entró en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María que, sentada a los pies del Señor, escuchaba lo que él decía”, (cf. Lc 10. 38 -39). En este campo no hay sino una ciencia, la del Espíritu, la apertura la gracia. La soledad es un espacio de revelación, así lo deja ver el profeta, “No se nublarán los ojos de los que ven; prestarán atención los oídos de los que oyen” (cf. Jr. 32, 1-3). Es un ambiente necesario para poder escuchar a Dios, para estar siempre en oración haciendo lo que hay que hacer, desarrollando todas nuestras capacidades para estar en un amor creciente hacia nuestro Esposo, la soledad nos ayuda a meditar en la Palabra, centrar en nuestro interior los Salmos, así como Moisés que tuvo que alejarse para escuchar la voz del Señor, (cf. Ex 16). El Señor nos ha retirado del mundo no porque este sea malo, sino para acercarnos a Él y poder gustar de su presencia amorosa.